Cuentos

Alicia en el país de las maravillas

Una calurosa tarde de verano, Alicia estaba sentada a la sombra de un árbol, cuando de pronto vio pasar a un Conejo Blanco que parecía tener mucha prisa, pues sacó un reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró y echó a correr hacia el interior del bosque.
No es posible!-exclamó Alicia asombradísima. Sin pensárselo dos veces, siguió al increíble Conejo Blanco, que entró corriendo en una gran madriguera.
Alicia fue tras él, y de pronto cayó por un profundo pozo que parecía no tener fin, aunque por suerte acabó aterrizando sobre un montón de hojas secas.
Al levantarse vio que estaba en una extraordinaria sala con muchas puertas, en cuyo centro había una mesa de tres patas, toda de cristal, con una pequeña llave de oro encima y un frasco con una etiqueta que ponía "bébeme".
Con la llave de oro, Alicia sólo pudo abrir una puertecita que era demasiado pequeña para pasar por ella, al otro lado de la cual se veía un hermoso jardín.
Sin saber qué hacer, la niña se bebió el contenido del frasco y, ¡oh maravilla!, empezó a volverse cada vez más pequeña, tanto que ya cabía por la puertecita; pero la había cerrado de nuevo y dejado la llave sobre la mesa, ¡y ahora ya no podía alcanzarla! Alicia se puso a llorar y...¡empezó a crecer hasta dar con la cabeza en el techo!
Entonces agarró la llave justo a tiempo, y volvió a menguar.
De nuevo pequeña, abrió la puertecita y cayó a un estanque formado por sus propias lágrimas, donde se cruzó con un Ratón.
Al otro lado encontró un Dodo, un Pato, un Loro, un Aguilucho y otros animales, que le regalaron un dedal en señal de bienvenida.
Mientras paseaba por aquel extraordinario lugar, Alicia se preguntaba cómo recuperaría su tamaño normal.
De pronto, vio una extraña Oruga Azul que estaba sentada encima de una seta, fumando una pipa.
 -¿Sabes cómo podría crecer de nuevo?-le preguntó Alicia.
-Si comes del lado derecho de la seta, te harás más pequeña, si comes del lado izquierdo, crecerás.
Alicia dio las gracias a la Oruga Azul, arrancó un pedazo de seta con cada mano para poder crecer o menguar a conveniencia, y siguió su camino.
Alicia llegó a una casita en medio del bosque, llamó a la puerta y, como nadie contestaba, entró.
La puerta daba directamente a la cocina. En el centro de la habitación había una Duquesa, con cara de mal humor y un Bebé llorón en brazos. Una Cocinera removía la sopa y, enroscado en el suelo, había un Gato de Cheshire, de ésos que sonríen constantemente.
La Duquesa no paraba de gruñir, y de pronto le tiró el Bebé a Alicia, que salió con él en brazos ¡y vio que se había convertido en un Cerdito! lo dejó en el suelo, y el animalito se fue trotando.
Alicia no sabía hacia dónde ir, cuando vio de nuevo al Gato de Cheshire, esta vez subido a la rama de un árbol.
-Ve en aquella dirección y verás al Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo- dijo el Gato, y se esfumó como una llama que se apaga.
Siguiendo las instrucciones del Gato, Alicia llegó a un claro del bosque donde, sentados a una mesa, vio al Sombrerero Loco, la Liebre de Marzo y el Lirón, que estaban tomando el té.
Había un sillón verde desocupado, así que Alicia se sentó en él y se sirvió pan y mantequilla.
El Lirón casi no decía nada, pues no hacía más que dormitar, pero el Sombrerero y la Liebre no paraban de hablar, y decían tantos disparates que Alicia no entendía nada. 

                                                 


Así que al cabo de un rato la niña se despidió de los extraños personajes y siguió su camino.
Llegó por fin Alicia a un precioso jardín lleno de rosales, y cuál no sería su asombro al ver, en un rincón, a tres hombrecillos que estaban pintando de rojo unas rosas blancas.
Al acercarse, vio que aquellos hombrecillos eran naipes vivientes. Les preguntó qué estaban haciendo, y ellos contestaron asustados: -La Reina de Corazones quería un rosal rojo en este rincón, pero nos equivocamos y lo plantamos blanco; por eso lo estamos pintando de rojo, para que no se dé cuenta de nuestro error, pues de lo contrario nos castigará.
En eso llegó la Reina con el Rey, la Duquesa y su séquito. Iban a jugar una partida de croquet y la Reina invitó a Alicia.
Pero las bolas eran erizos y los palos flamencos, y Alicia no sabía jugar de aquella forma, por lo que la Reina se enfadó mucho.
La Reina mandó detener a Alicia, que no entendía nada, y de pronto se formó un tribunal ante el que le ordenaron aparecer como testigo.
Allí estaba de nuevo el Conejo Blanco, que llamaba a declarar con una larga trompeta. Llamó a Alicia, que pensando que las cosas se estaban poniendo feas, comió un trozo de la seta que hacía crecer.
Empezó a volverse más y más grande, y la Reina ordenó a sus soldados que la atacaran. Los soldados se arrojaron sobre ella, pero ahora eran muy pequeños.
"Son sólo naipes", pensó Alicia, "y no debo asustarme".
Los naipes golpeaban su cara...y entonces Alicia se dio cuenta de que no eran cartas, sino hojas caídas del árbol bajo el que se había quedado dormida. Todo había sido un Maravilloso sueño.

Y Colorín Colorado este cuento se ha terminado!

Lewis Carroll. Ilustración: Arthur Rackham

El grillo violinista 

El grillito Tato, todas las noches tocaba el violín. Su sonido era muy fuerte y se escuchaba en todo el pueblo. Nadie podía dormir.
Por las mañanas todos estaban muy cansados. Los terneritos se dormían en medio de las rondas en la escuela.
La vaca maestra se quedaba dormida con la cabeza contra el pizarrón.
El perro panadero se quedaba dormido mientras horneaba los panes.
-Este pan está quemado-le decía cada mañana una ovejita, y después se quedaba dormida con la bolsa de compras en la mano.
Un gatito estaba tan cansado que varias veces se había dormido sobre su pastel de cumpleaños. Y al día siguiente apagaba las velitas de nuevo.
El grillo sólo descansaba los domingos a la noche. Por eso los lunes eran los únicos días en que todos estaban despiertos.
Un lunes todos los vecinos se reunieron y pensaron un plan. Como los grillos sólo tocan el violín a la noche, dibujaron un sol en la ventana de Tato.
Así, todas las tardes, el grillo decía: -Qué hermoso sol entra por mi ventana! es de día, me voy a dormir.
Y de ese modo volvió el silencio al barrio.
A veces, los vecinos extrañan aquellos conciertos, y pintan una luna en su ventana aunque sea de día,. entonces el grillo dice:
-¡Ya es de noche! ¡Hora de tocar el violín!
pero esto sólo sucede los días de fiestas y cumpleaños...
                                        
Carla Dulfano. Mini Cuentos. Ediciones Infantil.com (en Biblioteca)

Cancioncilla de los colores cálidos 

El fuego nos da sus llamas
y las llamas su color,
tenemos llamitas rojas
y amarillas ¡sí señor!

También hay anaranjadas,
y hasta tienen el olor
del fruto que les da nombre            
¡son las llamitas en flor!

Rojo, amarillo y naranja
-no te olvides, por favor-
¡somos los hijos del fuego
y guardamos su calor...!

Juan Ricardo Nervi."Poemas de Arcobaleno", La Pampa lee.(en Biblioteca)

Poemas de Arcobaleno 



Cierren los ojos y digan:
"¡Arco-arco-arcobaleno!"
Entonces oirán la lluvia
y después, en alto cielo
verán un arco de luces...


Y si se quedan bien quietos
escucharán cómo hablan,     
los colores del Silencio.


Ahora ¡ya!, digan conmigo:
"¡Arco-arco-arcobaleno!"
y con los ojos cerrados
escuchemos, escuchemos...
¡¡Arco-arco-arcobaleno!

Juan R.Nervi. "Poemas de Arcobaleno"

La casa que tenía sueño 

Había una vez una casa que siempre tenía sueño. Todas las mañanas, el sol la despertaba haciéndole cosquillas en las ventanas.
Pero la casa bostezaba y remoloneaba y ¡zas! se quedaba dormida, y con ella todos los que vivían allí. la mamá, el papá, los niños y el gato.
Cuando se daban cuenta de la hora, todos se apuraban, pero llegaban tarde a todos lados.
Un día, la familia se fue de vacaciones para ver si se les pasaba el sueño. Y se fueron con las valijas llenas de pijamas. La casa se puso contenta porque iba a dormir todo el tiempo. Sin embargo esa noche daba vueltas para acá y para allá, cerraba una ventana y abría otra, se cantaba canciones de cuna, pero no se podía dormir.
Es que se sentía sola y extrañaba a su familia. La casa se puso tan triste que empezó a salir agua de todas las canillas, que es la forma de llorar que tienen las casas.
Por suerte, la familia regresó pronto, bien descansada. La casa se puso tan contenta, que prometió no volver a remolonear.
Pero, ¡shhh! no hagan ruido, porque la casa del cuento ya se quedó dormida..
                                  
Acticuentos.Cuento fantástico. Editorial Sudamer S.A.(en Biblioteca)

Carlitos, el canguro

El canguro Carlitos siempre daba un cabezazo cuando saludaba a alguien con un beso. Su torpeza le impedía calcular  la distancia entre su frente y la de los demás. Por eso nadie se le acercaba.
La cangura Martina decidió darle otra oportunidad y saludarlo. Él sacó de su bolsillo una regla y una calculadora. Después trazó unos planos. Todo estaba muy bien planeado para no golpearla.
Llegó el momento del saludo. Carlitos vio los ojos azules de Martina que se aproximaban grandes como cielos. Hasta que...¡pum! sonó un cabezazo. Martina se fue llorando.
Pasaron unas semanas y Carlitos se encontró con un canguro amigo.
-Hola, Pablo.
-Hola, Carlitos. Vamos a jugar fútbol con los chicos del barrio, ¿venís?
-No sé...hace tiempo que nadie me saluda... lastimo a la gente sin querer.
-¡Por eso te vine a buscar! vas a usar tus cabezazos para hacer goles o pases de pelota.
Llegó el equipo contrincante y el juego comenzó. Pero Carlitos no logró dar ni un cabezazo a la pelota.
-Para el próximo partido tengo un plan que no puede fallar-le dijo Pablo a Martina. 
En el encuentro siguiente, Carlitos dio tantos cabezazos a la pelota, que su equipo ganó de lejos. Todos lo llevaron en andas por el barrio:
"Viva Carlitos", gritaban.
-¿Cómo hicistes, Pablo?-Preguntó Martina entusiasmada.
-Dibujé una cara en la pelota... 
                             
Carla Dulfano. Mini Cuentos. Ediciones Infantil.com (en Biblioteca)

Mará la Liebre y Panguí el Puma 

Hace mucho tiempo, en el medio de un monte que estaba en el medio de una pampa inmensa, vivía una familia de liebres. El lugar les parecía hermoso y bastante protegido de los asaltos de los animales que más temían. Conocían todos los caminitos entre los árboles espinosos, junto a los pastos del "bajomonte", y por aquellas épocas, como la comida era abundante, se sentían felices.

De tanto en tanto hacían sus correrías saliéndose del monte y atravesando campos hacia el lado del sol naciente o trepando los médanos que estaban hacia el poniente. Y aunque eran reservadas y tímidas entraban en relación amistosa con los pobladores de las salinas y se enteraban de lo que pasaba por ese ancho mundo en conversación con los teros y los patos de la laguna, o con la lechuza, que siempre se las sabía todas.

Un día, Mará la Liebre Padre regresó a su madriguera del caldenar con un cansancio enorme. Se veía que había corrido más que de costumbre y, aunque quería disimular para no inquietar a la familia, se notaba que traía una preocupación. Doña Mara no dejó de observar que el pelo del pecho mostraba que el corazón le latía con fuerza y que movía las orejas y los bigotes con más nerviosidad que la habitual en él.
Entonces ella pensó que algo grave estaría pasando, pero sin hacer comentarios sirvió la cena.
Don Mará comió con indiferencia los tallos tiernos, las cortezas de chañar y las conservas de piqullín. Estuvo callado. Su esposa también continuó guardando silencio en espera de un momento mejor para averiguar cuál era el motivo de tanta ansiedad. Y mientras las hijas retozaban en el abra del monte, a la luz de la luna llena que iba levantándose despacio desde el horizonte y parecía encaramada en las ramas altas de los árboles, ella se ocupó de ordenar la cueva para el descanso de la familia.

Las ,maritas se divirtieron a su antojo con las maritas vecinas, como todas las noches, cantando y chillando la canción preferida, haciendo asomar a las martinetas, a las palomas silvestres y a los chingolos de los nidos cercanos. Hasta las hormigas que pasaban y pasaban con toda seriedad, siempre trabajando y con una carga sobre sus lomos, como si fuera de día, de cuando en cuando levantaban sus cabezas por entre los pastos y se detenían un momento a escucharlas:

                                    Saltemos en ronda.
                                    Que nadie se esconda.

                                     Vengan las perdices,
                                      los gorriones grises,

                                      y las lechucitas
                                      y las vizcachitas.

                                      Que salga el wilkú
                                       del pie del witrú.
                                       Vengan mariposas,
                                        blancas, negras, rosas.
                                        Rico es el kachú
                                        de todo el mapú.

                                        Se aleja el muelén
                                        y brilla el Wanglén.

                                       Saltemos en ronda.
                                       Que nadie se esconda. 

-Ya es hora de descansar-dijo de pronto la madre, apareciendo en la puerta de la cueva. De inmediato, obedientes, las hijas entraron brincando y se dispusieron a escuchar los cuentos tradicionales, que a veces les daba risa, a veces emoción, y también un poco de miedo porque, según se dice, todas las liebres son miedosas... 

                                                       
Victorina Carlassare. Extracto de "Mará La Liebre y Panguí El Puma. Cuento del monte pampeano. 

Un beso para Osito 

Este dibujo me ha quedado muy bien-dijo Osito.
A la abuela le encantó el dibujo.-este beso es para Osito-dijo. Por el camino, Gallina se encontró con unos amigos y se paró a charlar con ellos.
-Hola Rana. Tengo un beso para Osito. Se lo manda su abuela. ¿Se lo quieres llevar tú?
-Muy bien, yo se lo llevo
-aceptó Rana.
pero en su camino encontró un estanque. Y se detuvo para nadar.
-Hola, Gato. 
Tengo un beso para Osito. Se lo manda su abuela.
¿Quieres llevárselo tú?
¡He, Gato!
¡Estoy aquí, en el estanque!
Ven, acércate y toma el beso.
-Pues...-dijo el Gato,pero se metió en el agua para recibir el beso.
Gato encontró un lugar comodísimo para dormir un ratito.
-Oye, Mofeto,
tengo un beso para Osito.Se lo manda su abuela. Por favor, sé buen chico y llévaselo tú.
A Mofeto le gustó encargarse de llevar el beso de la Abuela; pero en el camino se encontró...con la pequeña Mofeta.
Y Mofeta era tan guapa que le dio el beso a ella. Mofeta lo recibió y enseguida se lo devolvió. Y Mofeto lo recibió y, al momento, se lo volvió a dar a ella.
Y justo en aquel instante apareció Gallina.
-¡Hum...! Demasiados besos-dijo
-¡Es el beso que la Abuela le envía a Osito-dijo Mofeto.
-¡Sí, eh!-exclamó Gallina-.
Bueno, y ahora ¿quién tiene el beso?
Mofeto lo tenía.
Gallina lo recogió y se lo llevó. Fue deprisa hasta donde estaba Osito dibujando y se lo dio.
-Es de parte de tu Abuela -explicó Gallina-. para agradecerte el dibujo que le mandaste.
-¡Llévale otro beso de mi parte!-pidió Osito.
-Ni pensarlo!-contestó Gallina-.
Se arman unos líos espantosos.
Mofeto y Mofeta decidieron casarse. Fue una boda preciosa.
Asistieron todos sus amigos. Osito fue el padrino y besó a la novia. 

                         
 
 Else Holmelund Minarik. Alfaguara Infantil. (en Biblioteca)

Caperucita  Roja (tal como se lo contaron a Jorge)

No te preocupes, le cuento un cuento y luego le preparo algo para comer. 
Había una vez una niña...muy bonita...que se llamaba Caperucita Roja...
Ella vivía cerca de un bosque con su mamá... 
Cierta vez, la mamá le dijo que llevara una comida para la abuelita...Pero la abuelita vivía muy lejos. En el medio de ese bosque. La mamá le advirtió que tuviera mucho cuidado al cruzarlo, porque ahí estaba el lobo feroz...
Caperucita salió y enpezó a cruzar el bosque.Cuando estaba por la mitad del bosque, apareció el lobo feroz, y le preguntó:
"¿Hacia dónde vas, hermosa niña?" 
Caperucita, olvidándose lo que su mamá le había avisado, le contó que iba a casa de su abuelita.
Entonces el lobo salió rapidísimo para llegar antes que la niña.
Cuando llegó, el lobo se comió a la abuela de Caperucita.
Inmediatamente, se puso la ropa de la abuela para esperar a que llegara la niña, y engañarla.
Cuando Caperucita llegó, se encontró al lobo disfrazado de su abuelita, acostado en la cama, pero no lo reconoció.
La niña empezó a preguntar,"¿por qué tienes una nariz tan grande, abuelita? 
"Para oler mejor", decía el lobo.
"¿Por qué tienes unas orejas tan grandes?"
"Para oír mejor", le respondía el lobo.
"¿Por qué tienes esa boca tan grande? y el lobo dijo:"¡Para comerte mejor!".
Pero...¡qué crees que pasó! ¡En ese momento, apareció un cazador!
El cazador mató al lobo feroz, salvó a Caperucita y sacó a la abuela de la panza.Así fue que regresaron los tres juntos a casa de la abuela. Muy felices y a salvo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.



 Luis María Pescetti. Alfaguara Infantil.

El dragón que vino del Norte 

Hace muchos años un dragón vino del Norte y acechó los suburbios de la ciudad.
Y devoró el ganado. Y devoró la hierba.
Los campesinos, desesperados, se unieron para buscar una solución.

                                Que se quemen los campos.
                                Que se envenenen las bestias. 

Pero los remedios eran peores que la enfermedad y uno a uno se esfumaron.
Hasta que un día se presentó ante el señor de la ciudad un carbonero viejo.
Un carbonero viejo y sus ocho hijos. Todos de cabello negro. A todos apodaban Cuervo.


-Señor-dijo el padre-. dadme el toro más feroz, un toro hambreado, nueve sacos de pan y otros tantos odres de vino, y mis hijos y yo venceremos al monstruo.
Una vez que recibieron al toro, los sacos de pan y los odres de vino, los nueve carboneros se llegaron hasta el lugar donde el dragón dormía. 
Era una cueva inmensa en las entrañas del cerro. Frente a ella colocaron una tinaja enorme y allí vaciaron el contenido de los sacos y los odres.
En esa sopa sanguinolenta, pusieron al toro. El toro, que había estado en ayunas durante días, comió y bebió todo el contenido de la tinaja.
Y al saciarse, estuvo ebrio.
Y al embriagarse, furioso.
Entonces los carboneros lo sacaron y el toro mugió de un modo tremendo en la boca de la cueva. Al oír esto, el dragón salió, echó por tierra al toro y escapó hacia el bosque de terebintos al otro lado del arroyo.
El carbonero y sus hijos lo persiguieron e incendiaron la floresta.
Y al dragón lo asfixió el humo y lo achicharraron las llamas.  



 María Teresa Andruetto. Miniaturas. Cuento infantil.(disponible en 
Biblioteca)

El corazón delator 

¡Es verdad! Siempre he sido, y soy todavía, muy, pero muy nervioso,espantosamente nervioso. Pero ¿por qué dicen ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en lugar de destruirlos, en lugar de entorpecerlos. Sobre todo, tenía un oído muy agudo.
Oía todos los sonidos del cielo y de la tierra. Oí en el infierno muchas cosas. Entonces, ¿cómo es posible que esté loco? ¡Presten atención! Y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento esta historia.
   No sé cómo se me ocurrió la idea, pero una vez que entró en mi cabeza me obsesionó día y noche. No había un fin determinado en el asunto; tampoco estaba enojado. Yo quería al viejo. Nunca me hizo nada malo. Nunca me insultó. No me interesaba el oro que escondía. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Uno de sus ojos parecía el de un buitre. Era un ojo celeste cubierto por una fina nube.
Siempre que me miraba con ese ojo se me helaba la sangre, y así, poco a poco, muy paulatinamente, decidí matar al viejo, y librarme para siempre de ese ojo.
  La cuestión es la siguiente. Ustedes imaginan que estoy loco. Los locos no saben nada. Pero tendrían que haberme visto. ¡Tendrían que haber visto la habilidad con la que actué! ¡La cautela, la previsión, el disimulo con que puse manos a la obra! No fui nunca más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Y todas las medianoches giraba el picaporte de la puerta de su habitación y la habría ¡con tanta suavidad! Y entonces, cuando la puerta estaba lo suficientemente abierta para que pasara la cabeza, extraía una linterna ciega, completamente cerrada, cerrada de tal modo que no lanzara ninguna luz, y luego introducía la cabeza. ¡Se habrían reído al ver con qué destreza la introducía! La movía lentamente, muy, muy lentamente, para no interrumpir el sueño del viejo. Me llevaba una hora pasar la cabeza por la puerta abierta hasta que podía verlo mientras dormía en su cama.¡Ja! ¿Habría hecho un loco una cosa tan astuta? Y, cuando mi cabeza estaba por completo en el interior de la habitación, descubría la linterna cuidadosamente-muy cuidadosamente-, cuidadosamente (porque las bisagras rechinaban) descubría la linterna lo suficiente para que un delgado rayo de luz iluminara el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches, siempre a las doce, pero encontré siempre el ojo cerrado. Por eso era imposible que hiciera la tarea que me había propuesto, porque no era el viejo el que irritaba, sino su ojo malvado. Y cada mañana, en cuanto amanecía, entraba intrépidamente en su cuarto y le hablaba sin temor, llamándolo por su nombre con tono cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Se dan cuenta ustedes de que debería de haber sido un viejo muy inteligente para sospechar que todas las noches, a las doce en punto, yo lo vigilaba mientras dormía.
    En la octava noche, abrí la puerta con más cuidado que de costumbre. El minutero de un reloj gira con más rapidez de la que yo me movía en ese momento. Hasta esa noche, nunca había percibido el alcance de mis propias capacidades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sentimiento de triunfo. Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta sigilosamente, y él ni siquiera soñaba con mis secretas hazañas o mis pensamientos. La idea me hizo reír entre dientes, y quizá me oyó, porque se movió de pronto en la cama, sobresaltado. Ahora ustedes pensarán que retrocedí; pero no. La oscuridad de su habitación era negra como la noche (las persianas estaban herméticamente cerradas por temor a los ladrones), así que yo sabía que él no podía ver la abertura de la puerta, y seguí empujando, firmemente, firmemente.
   Ya había introducido la cabeza y estaba a punto de descubrir la linterna, cuando mi dedo pulgar se deslizó del broche metálico y el viejo se levantó en la cama como un resorte y gritó: "¿Quién anda ahí?". 
   Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora no moví un músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a acostarse. Seguía sentado en la cama, escuchando; igual que lo había hecho yo, noche tras noche, prestando atención a los relojes de pared que marcan la hora de la muerte. 
   Unos momentos después, oí un ligero gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de dolor o de tristeza, ¡oh, no! Se trataba del sonido profundo que brota del fondo de un alma abrumada por el miedo. Conocía muy bien ese sonido. Muchas medianoches, cuando todo el mundo dormía, brotó de mi propio pecho, ahondando, con su eco espantoso, los terrores que me trastornaban. Digo entonces que lo conocía muy bien. Sabía lo que sentía el viejo, y me daba lástima, aunque no dejaba de causarme risa. Comprendí que había estado despierto desde que oyó el primer ruido, cuando se revolvió en la cama. Sus temores habían crecido como una gigantesca bola de nieve. Se había esforzado por imaginar que eran infundados, pero no pudo. Se decía a sí mismo: "No es más que el viento en la chimenea", o "Un ratón que pasó corriendo", o "Es un grillo que cantó una sola vez". Sí, había intentado tranquilizarse con estas suposiciones, pero todo era inútil. Todo era inútil, porque la muerte silenciosa le pisaba los talones con su sombra y envolvía a la víctima. Era el lamentable influjo de esa sombra imperceptible lo que le hacía sentir, aunque no podía verla ni oírla, la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
   Después de haber esperado un largo rato, muy pacientemente, sin oír que volviera a acostarse, decidí abrir una pequeña-muy pequeña- rendija en la linterna. Lo hice-no pueden imaginarse la infinita lentitud con que lo hice- hasta que un rayo de luz delgado como la tela de una araña salió de la rendija e iluminó el ojo de buitre.
  Estaba abierto, completamente abierto. Me enfurecí al mirarlo. Lo vi con perfecta claridad; era de un color azul opaco, con ese velo monstruoso que me helaba los huesos, pero no alcanzaba a ver nada de la cara o el cuerpo del viejo, porque. guiado por el instinto, había dirigido el rayo de luz precisamente hacia ese punto maldito.
  ¿No les dije ya que lo que ustedes confunden con la locura no es sino una agudeza sobrenatural de los sentidos? Ahora bien, en ese momento llegó a mis oídos un sonido sordo, apagado y veloz, como el que emitiría un reloj envuelto en algodones. También conocía muy bien ese sonido. Era el latido del corazón del viejo. Mi furia creció del mismo modo que el redoble de un tambor alienta el coraje del soldado.
   Pero aun así me contuve y me mantuve en silencio. Apenas respiraba. Sostenía inmóvil la linterna. Trataba de mantener el rayo de luz fijo sobre el ojo. Mientras tanto, el latido infernal del corazón aumentaba. Se tornaba a cada instante más y más rápido, más y más fuerte. ¡El terror del viejo debía de ser incomparable! Digo que se tornaba cada vez más fuerte, ¿siguen mis palabras? Les conté ya que soy un hombre nervioso: eso es lo que soy. Y en este momento, en la hora más oscura de la noche, rodeado por el silencio atroz de la vieja casa, un ruido tan extraño como aquel despertó en mí un horror incontrolable.
Sin embargo, durante varios minutos me contuve y guardé silencio. ¡Pero el latido se volvía más  y más fuerte!
Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora un nuevo motivo de angustia me asaltaba: ¿algún vecino podría escuchar el sonido? ¡La hora del viejo había llegado! Mientras lanzaba un aullido ensordecedor, descubrí por completo la luz de la linterna y salté a la habitación. El viejo gritó una vez, una sola vez. En un segundo lo arrastré al suelo y lo aplasté bajo el pesado colchón. Sonreí alegremente ante el hecho consumado. Pero durante varios minutos el corazón siguió latiendo con un sonido amortiguado. Esto no me molestó porque nadie podría oírlo a través de las paredes. Finalmente dejó de latir. El viejo estaba muerto. Levanté el colchón y examiné el cadaver. Sí, estaba duro como una piedra. Puse la mano sobre el corazón y la dejé apoyada ahí varios minutos. No había latido alguno. Estaba completamente muerto. Su ojo no me molestaría nunca más.
   Si ustedes piensan todavía que estoy loco, dejarán de hacerlo cuando describa las sabias precauciones que tomé para ocultar el cuerpo. La noche estaba ya muy avanzada y trabajé rápidamente pero en silencio. Antes que nada, descuarticé el cadáver. corté la cabeza y los brazos y las piernas.
   Luego levanté tres listones del piso de la habitación y deposité los miembros entre los soportes de madera. Después coloqué en su lugar las tablas, con tanta habilidad que ningún ojo humano-ni siquiera el suyo- habría advertido nada extraño. No había nada que lavar, ninguna mancha, ninguna gota de sangre. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera. Todo había caído en un balde, ¡ja! ¡ja!
  Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro de la mañana, y estaba todavía tan oscuro como a la medianoche. En ese instante mismo en que las campanas daban la hora, golpearon a la puerta de calle. Fui a abrir con total tranquilidad, porque, ¿que podía temer ahora? Entraron tres hombres que se presentaron respetuosamente como oficiales de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche y se sospechaba que se hubiera producido alguna pelea. Lainformación había llegado a la comisaría y se les había ordenado a los oficiales que registraran el lugar.
   Sonreí, porque ¿qué tenía que temer? Saludé a los caballeros. Les dije que el grito lo había proferido yo mismo acosado por una pesadilla. El viejo, les dije, no estaba en la casa porque se había ido de paseo al campo. Los invité a que revisaran la casa, que la revisaran muy bien. Finalmente, los llevé a su habitación. Les mostré sus tesoros, seguros, sin signos de violencia o arrebato. En el entusiasmo de la confianza, traje sillas al cuarto y les pedí que se tomaran allí un momento de descanso, mientras yo mismo, gozando la audacia de mi triunfo perfecto, ubiqué mi silla sobre el punto exacto donde yacía el cadáver de la víctima.
  Los oficiales se mostraban satisfechos. Mi buena educación los había convencido. Yo me sentía singularmente tranquilo. Se sentaron y hablaron de cosas cotidianas, mientras yo respondía amigablemente. Sin embargo, después de un rato, noté que empezaba a ponerme pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y creí sentir un zumbido en los oídos; pero ellos seguían sentados allí, charlando. El sonido se tornó más nítido. Comencé a hablar en voz alta para tapar esa sensación. pero persistía y se volvía cada vez más claro; hasta que, por fin, descubrí que el sonido no provenía de mis oídos.
   Sin duda, estaba muy pálido; pero seguí hablando con elocuencia y en voz muy alta. Aun así, el sonido crecía; ¿y qué podía hacer yo? Era un sonido sordo, apagado y veloz, como el que emitiría un reloj envuelto en algodones. Yo jadeaba casi sin aliento, pero los oficiales no oían nada. Empecé a hablar con más rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía sin parar. Me levanté y discutí sobre asuntos sin importancia, a los gritos y con  gestos exagerados, pero el sonido crecía sin parar. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado al otro del cuarto, dando largos pasos, como si los comentarios de esos hombres me enfurecieran, pero el sonido crecía sin parar.
¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? ¿Lancé espuma por la boca, deliré, blasfemé! Moví la silla en la que estaba sentado y raspé las tablas, pero el sonido seguía subiendo y crecía sin parar. ¡Más fuerte, más fuerte, más fuerte! Y los hombres seguían charlando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios mío!¡No, no! ¡Lo oían ! ¡Sospechaban! ¡Sabían! ¡Se estaban burlando de mi horror! Eso pensé y eso pienso ahora. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que esta burla! ¡No podía soportar un segundo más esas hipócritas sonrisas! ¡Sentí que debía gritar o morir! ¡Y ahora otra vez, escuchen! ¡Más fuerte!, ¡más fuerte!, ¡más fuerte!,¡más fuerte!
   -¡Malvados!- grité-, ¡no disimulen más! ¡Confieso que lo hice! ¡Levanten las tablas! ¡Aquí, aquí! ¡Donde late su horrible corazón! 

                                                 
 

Edgar Allan Poe. Antología  Cuentos l. Azulejos. Literatura juvenil. (disponible en Biblioteca)

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